De muy niño, recuerdo la “Barbería de Frasquito”, con todo lujo de detalles.
Frasquito debía tener 70 años o mas, quizás.
Había estado en la guerra 5 años, 7 meses y 14 días, había sido ayudante de panadero, después gañán, trapero, afilador, y finalmente pastor y matarife.
El apodo, le viene de alguna generación atrás.
En esta Andalucía de mi alma, es raro el pueblo, que no tiene una familia de “coloraos”,
y es que a poco que resalte el color rojo mas de lo corriente, en la cara, siempre habrá alguien que bautizará, con el apodo, que una tras otra, llevarán todas las generaciones, mientras haya un solo pariente del primer “colorao”.
Por tanto, a Frasquito, huelga preguntarle desde cuando es “colorao”, porque ni el mismo debe saberlo.
El arte de la barbería, dice que lo aprendió, estando en el frente, porque no tuvo mas remedio, ya que al peluquero oficiad le la 1ª Compañía de fusileros (la suya) le dieron un tiro en el hombro derecho, cuando les faltaban unos metros para alcanzar, un pequeño castillete cerca de Montijo, en la provincia de Badajoz, casi en la frontera con Portugal
El Capitán, “depositó” su confianza en el y señalándolo con el dedo, le dijo: “ Morales, ¿supongo que cuando usted fue pastor, alguna oveja esquilaría, no?, - firme como una estaca, le contestó: si mi Capitán, -.
-“Pues coja usted la bolsa del peluquero, que a partir de hoy desempeñará usted esa función en la Cía.”
Posiblemente, aquel tiro a su compañero, fue decisivo, para que a Frasquito Morales “el colorao”, le diese un cambio profesional en su vida militar y civil.
Un inmenso nogal, presidía la placeta empedrada, un pretil, a modo de anillo, circunvalaba aquel tronco majestuoso, que servía de magnífico asiento para tomar la sombra esos días insoportables de verano, que aunque eran pocos, también hacían su “agosto”, y no menos, estupendo lugar para compartir unos vasos de mosto con una chicharra, (no el insecto de igual nombre, sino el trozo de carne, hoy llamado secreto, y que tan buenas alabanzas hacemos), - en época de matanza- se envolvía en papel de estraza, humedecido en vino, y se arrojaba a las brasas.
Hasta que quedaba totalmente quemado el papel, no estaba en su punto.
Un abrevadero para las bestias, al fondo, en la pared, con un chorro contínuo de agua cristalina, y fría como el plomo, invitaba siempre a poner la boca debajo, y que en dos segundos, se te quedaba anestesiada por efecto del frío.
Dos mulos blancos, una burra listísima, y un rocín viejo, componían la caballeriza.
Quiero hacer especial mención a esta acémila, “la española” – así la llamaban.
En las infinitas esperas de turno al rasurado, el aburrimiento dentro de la habitación y el olor a tabaco, hacían que cada tres por dos, me saliese a la placeta, a matar el rato, dándole patadas a las nueces, o viendo las maniobras de los gañanes con este ganado.
Cuando le ponían los aparejos al zoquete animal, esta hinchaba su barriga, con la misma facilidad que se infla un globo, de forma que al apretar la cincha que pasaba por su panza, el gañán (sabedor también de los trucos de la zopenca), apoyaba su rodilla contra el falso globo y apretaba la ancha correa, un punto mas, cada vez, de tal modo que la carga quedase bien sujeta, y que al vaivén de su caminar, no terminase rodando por el suelo.
Después de cargarle seis sacos de aceituna, con el consiguiente trabajo que ello suponía para el bracero, aquel bicho terco, se deshinchaba con la misma facilidad que antes la hinchaba, quedando la correa floja, y por consiguiente, la carga iba al suelo irremediablemente.
Aún sigo creyendo que el animal se reía, mostrando su dentadura acompañado un par de buenos rebuznos. La terca, había ganado aquella baza, pero poco le duraba la alegría, porque el destripaterrones, tardó segundos en arrearle unos cuantos vardascazos, acompañados de una retahíla de maldiciones y un recordatorio al Santoral, que a buen seguro, al animal, obviamente, le venía al pairo.
No tendría más de 10 ó 15 m2 la habitación.
Frasquito debía tener 70 años o mas, quizás.
Había estado en la guerra 5 años, 7 meses y 14 días, había sido ayudante de panadero, después gañán, trapero, afilador, y finalmente pastor y matarife.
El apodo, le viene de alguna generación atrás.
En esta Andalucía de mi alma, es raro el pueblo, que no tiene una familia de “coloraos”,
y es que a poco que resalte el color rojo mas de lo corriente, en la cara, siempre habrá alguien que bautizará, con el apodo, que una tras otra, llevarán todas las generaciones, mientras haya un solo pariente del primer “colorao”.
Por tanto, a Frasquito, huelga preguntarle desde cuando es “colorao”, porque ni el mismo debe saberlo.
El arte de la barbería, dice que lo aprendió, estando en el frente, porque no tuvo mas remedio, ya que al peluquero oficiad le la 1ª Compañía de fusileros (la suya) le dieron un tiro en el hombro derecho, cuando les faltaban unos metros para alcanzar, un pequeño castillete cerca de Montijo, en la provincia de Badajoz, casi en la frontera con Portugal
El Capitán, “depositó” su confianza en el y señalándolo con el dedo, le dijo: “ Morales, ¿supongo que cuando usted fue pastor, alguna oveja esquilaría, no?, - firme como una estaca, le contestó: si mi Capitán, -.
-“Pues coja usted la bolsa del peluquero, que a partir de hoy desempeñará usted esa función en la Cía.”
Posiblemente, aquel tiro a su compañero, fue decisivo, para que a Frasquito Morales “el colorao”, le diese un cambio profesional en su vida militar y civil.
Un inmenso nogal, presidía la placeta empedrada, un pretil, a modo de anillo, circunvalaba aquel tronco majestuoso, que servía de magnífico asiento para tomar la sombra esos días insoportables de verano, que aunque eran pocos, también hacían su “agosto”, y no menos, estupendo lugar para compartir unos vasos de mosto con una chicharra, (no el insecto de igual nombre, sino el trozo de carne, hoy llamado secreto, y que tan buenas alabanzas hacemos), - en época de matanza- se envolvía en papel de estraza, humedecido en vino, y se arrojaba a las brasas.
Hasta que quedaba totalmente quemado el papel, no estaba en su punto.
Un abrevadero para las bestias, al fondo, en la pared, con un chorro contínuo de agua cristalina, y fría como el plomo, invitaba siempre a poner la boca debajo, y que en dos segundos, se te quedaba anestesiada por efecto del frío.
Dos mulos blancos, una burra listísima, y un rocín viejo, componían la caballeriza.
Quiero hacer especial mención a esta acémila, “la española” – así la llamaban.
En las infinitas esperas de turno al rasurado, el aburrimiento dentro de la habitación y el olor a tabaco, hacían que cada tres por dos, me saliese a la placeta, a matar el rato, dándole patadas a las nueces, o viendo las maniobras de los gañanes con este ganado.
Cuando le ponían los aparejos al zoquete animal, esta hinchaba su barriga, con la misma facilidad que se infla un globo, de forma que al apretar la cincha que pasaba por su panza, el gañán (sabedor también de los trucos de la zopenca), apoyaba su rodilla contra el falso globo y apretaba la ancha correa, un punto mas, cada vez, de tal modo que la carga quedase bien sujeta, y que al vaivén de su caminar, no terminase rodando por el suelo.
Después de cargarle seis sacos de aceituna, con el consiguiente trabajo que ello suponía para el bracero, aquel bicho terco, se deshinchaba con la misma facilidad que antes la hinchaba, quedando la correa floja, y por consiguiente, la carga iba al suelo irremediablemente.
Aún sigo creyendo que el animal se reía, mostrando su dentadura acompañado un par de buenos rebuznos. La terca, había ganado aquella baza, pero poco le duraba la alegría, porque el destripaterrones, tardó segundos en arrearle unos cuantos vardascazos, acompañados de una retahíla de maldiciones y un recordatorio al Santoral, que a buen seguro, al animal, obviamente, le venía al pairo.
No tendría más de 10 ó 15 m2 la habitación.
Había que subir dos grandes escalones, hechos de sillares de piedra de alguna de las canteras cercanas, antes de penetrar en la estancia.
En el centro un sillón de aquella porcelana blanca, con mas desconchones que el orinal de un loco, el asiento de madera agujereado, sin mecanismo alguno, en su defecto, había un pequeño banco de madera, como los de los limpiabotas, y tres cojines que suplían la mecánica de subir o bajar, para que la cabeza del rasurante, estuviese a la altura que el maestro requería.
Siempre había varios montones de pelo blanco en su mayoría, que se barrían, una vez terminada la jornada, y que no me gustaba verlos.
El suelo era una mezcla de losetas hidráulicas de mil colores y otras de barro, sin orden ni concierto de figuras ni nada parecido, era pura reposición.
A la derecha, había un banco de madera dispuesto para dos/tres personas, y dos sillas de anea brillante, - no es esta ninguna variedad de la espadaña-, el brillo, era producto del mucho uso, y de la poca pulcritud.
Dos sillas idénticas a las de enfrente, flanqueaban sendos costados de otro banco/arcón, que Frasquito, usaba para guardar los menesteres propios del oficio.
Se que esto es así, porque en una ocasión me hizo levantar para coger un afilador de cuero, y la curiosidad propia de la edad, me llevó la vista al fondo del mismo, e inspeccionarlo en un santiamén.
De haberlo tenido en casa, hubiese sido un perfecto escondite para mi.
Pude ver, algunas navajas barberas, varias máquinas de esquilar, o de pelar, ahora creo que eran la misma cosa, tan sola cambiaba el “animal” a rasurar, algunos trapos doblados, para limpiar las barbas afeitadas, y otros para humedecerlas, un par de escupideras, y una pequeña zafa, de porcelana blanca.
Enfrente justo del sillón, un mueble tipo cómoda , rematado por una piedra de mármol, blanco amarillento, con el borde destrozado, seguramente, de los muchos golpes recibidos en su larga vida, que lo hacían mas atractivo si cabe que si fuese nuevo.
Tres máquinas de pelar de diferentes anchos de diente, siempre dispuestas en el mismo orden, perfectamente alineadas, de menor a mayor, como debiera haberlo hecho el mismo en muchas ocasiones cuando vestía el uniforme.
La del cero, a la izquierda, (esa era la mas usada), en el centro la del dos, y a la derecha la del 4/5, todas igual de mohosas, una pequeña jofaina con el borde azul añil, abollada como las del arcón, dos navajas barberas , un afilador de badana o piel, unos trozos de papel de periódico, de forma cuadrada, que era donde iba limpiando la navaja conforme afeitaba, un peine negro, brocha, jabón, un varón Dandi de litro, otra jofaina un poco mas grande con agua del pilar, en la que mojaba el peine y dejaba rematada la faena, antes de levantarse del sillón.
En el centro un sillón de aquella porcelana blanca, con mas desconchones que el orinal de un loco, el asiento de madera agujereado, sin mecanismo alguno, en su defecto, había un pequeño banco de madera, como los de los limpiabotas, y tres cojines que suplían la mecánica de subir o bajar, para que la cabeza del rasurante, estuviese a la altura que el maestro requería.
Siempre había varios montones de pelo blanco en su mayoría, que se barrían, una vez terminada la jornada, y que no me gustaba verlos.
El suelo era una mezcla de losetas hidráulicas de mil colores y otras de barro, sin orden ni concierto de figuras ni nada parecido, era pura reposición.
A la derecha, había un banco de madera dispuesto para dos/tres personas, y dos sillas de anea brillante, - no es esta ninguna variedad de la espadaña-, el brillo, era producto del mucho uso, y de la poca pulcritud.
Dos sillas idénticas a las de enfrente, flanqueaban sendos costados de otro banco/arcón, que Frasquito, usaba para guardar los menesteres propios del oficio.
Se que esto es así, porque en una ocasión me hizo levantar para coger un afilador de cuero, y la curiosidad propia de la edad, me llevó la vista al fondo del mismo, e inspeccionarlo en un santiamén.
De haberlo tenido en casa, hubiese sido un perfecto escondite para mi.
Pude ver, algunas navajas barberas, varias máquinas de esquilar, o de pelar, ahora creo que eran la misma cosa, tan sola cambiaba el “animal” a rasurar, algunos trapos doblados, para limpiar las barbas afeitadas, y otros para humedecerlas, un par de escupideras, y una pequeña zafa, de porcelana blanca.
Enfrente justo del sillón, un mueble tipo cómoda , rematado por una piedra de mármol, blanco amarillento, con el borde destrozado, seguramente, de los muchos golpes recibidos en su larga vida, que lo hacían mas atractivo si cabe que si fuese nuevo.
Tres máquinas de pelar de diferentes anchos de diente, siempre dispuestas en el mismo orden, perfectamente alineadas, de menor a mayor, como debiera haberlo hecho el mismo en muchas ocasiones cuando vestía el uniforme.
La del cero, a la izquierda, (esa era la mas usada), en el centro la del dos, y a la derecha la del 4/5, todas igual de mohosas, una pequeña jofaina con el borde azul añil, abollada como las del arcón, dos navajas barberas , un afilador de badana o piel, unos trozos de papel de periódico, de forma cuadrada, que era donde iba limpiando la navaja conforme afeitaba, un peine negro, brocha, jabón, un varón Dandi de litro, otra jofaina un poco mas grande con agua del pilar, en la que mojaba el peine y dejaba rematada la faena, antes de levantarse del sillón.
Cinco pesetas, y el siguiente.
Junto con el mueble, presidía la habitación un espejo no muy grande, ni muy chico, que desfiguraba los cuerpos asombrosamente, con mil rayajos, y otros tantos desconchones, en el que para verse bien, había que enfocar un rato la vista.
Un cable amarillento retorcido, era el encargado de llevarle la corriente a una bombilla, que colgaba del centro del techo, intentando en vano, iluminar la estancia, entre otras cosas, porque era el lugar de encuentro de las moscas de la barbería, llamadas por el calorcillo que desprendían aquellos pocos vatios, y donde la transparencia del cristal, dejó de serlo hacía ya bastante tiempo, para tornarse en un amarillo oscuro.
Era aquella, mucha habitación, para tan poca vela.
Una tira de papel “atrapamoscas”, absolutamente negro, de los cadáveres de estos insectos, colgaba cerca de a la “perilla”.
La calefacción del habitáculo, estaba encomendada a un brasero de cisco, que alguien siempre procuraba mover, para que las ascuas se avivasen y siguieran dando calor.
El humo de los Ideales, el caldo de gallina, los peninsulares, y los celtas cortos, (aparte de contribuir en la calefacción), le daban un toque amarillento a la habitación imposible de igualar con ninguna pintura, era un amarillo rincón escalera, inigualable.
Las mil capas de cal, contribuían a que apenas se distinguieran las curvaturas de las vigas de madera, del techo.
Un colorín en una jaula, colgado a la izquierda del sillón, canturreaba de vez en cuando el pobrecillo animal.
Una radio-galena, con Radio Nacional de España, siempre sintonizado, armonizaba el silencio sepulcral que regía en aquel cuchitril.
Un fraile, de los que dice el tiempo, colgaba a la izquierda del espejo, y al que los concurrentes, le tenían buena fe, porque nunca fallaba.
Encima del banco/arcón, había un cuadro con un ángel pisando una gran serpiente, que me aterraba, subido al globo terráqueo, con una lanza en la mano derecha, (los mayores decían que era el ángel del purgatorio).
Cuatro retratos grandes, enmarcados, dos en cada pared, me miraban fijamente, sin cansancio. Yo, no podía evitar mirarlos, era como una llamada silenciosa. Nunca pude sostener la vista más de un segundo. El miedo se adueñaba de mi, tan pronto como levantaba la vista.
El que más, miedo me daba, era un hombre con un chambergo de ala ancha, bigote fino y alargado, con barba de pocos días, y mirada provocadora, que por si fuera poco, era el padre de Frasquito.
Y dejo para el final, el más infecto, repugnante y nauseabundo –al menos para la vista – de los cacharros. Una escupidera también de porcelana blanca, y bordes azules, detrás de la puerta.
Este repelente y repulsivo trebejo, era el encargado de recoger los escupitajos, que en el se estrellaban, producto de las carrasperas de aquellas gargantas resecas del tabaco.
Siempre me llamó a la curiosidad, ¿como tenía el arrojo necesario, para limpiar aquel abominable cacharro la pobre Angelicas.
Un almanaque de tres años atrás, con un santo, coronado, con los brazos abiertos, mirando al cielo, como quien clama piedad.
En la pared, encima de los bancos, había unos círculos, de un color difícil de describir, pero entre ceniza oscuro, y negro, bien marcados, uno encima justo de cada asiento, semejantes a las marcas que dejaba una pelota, cuando se estrella contra la pared, - que por supuesto, no era el caso-.
Como nunca me atreví a preguntar, fui ignorante durante mucho tiempo, de haber preguntado, lo hubiese sido solo mientras duraba la pregunta en ser contestada, pero por otra parte, prefería no preguntar, porque perfectamente podías encontrarte con un mamporro y sin respuesta, así que tuve que ir descubriendo aquel pictograma por mi mismo, y averigüé, con gran satisfacción para mi, la coincidencia de estos,, con la nuca de los que esperaban, que mientras les tocaba turno, se echaban una cabezadilla.
Una destartalada percha, ponía fin a la decoración de la habitación.
Puedo describir, aquel chasquido de la máquina de pelar, como el mas odioso de todos los sonidos.
Aquellas cuchillas, estoy seguro que nunca vieron un afilado, era realmente un tormento, oír aquel chirrido fruto de la oxidación, que unas veces, cortaba el pelo, (las que menos), y otras lo arrancaba literalmente, así que era inevitable, estar moviéndose continuamente, intentando evitar nuevos tirones.
Este movimiento involuntario de la cabeza, siempre iba acompañado de la frase: “niño, estate quieto”, del rapabarbas.
No sabría distinguir, que cosa de las dos era más detestable, y por si fuera poco, siempre iba acompañada del correspondiente coscorrón, por tanto, por el mismo precio, pelado y calentito pa casa.
Cuando nos tocaba el turno a los niños, -curiosamente, éramos siempre los últimos- dos o tres cojines eran suficientes para llegar a la altura deseada por Frasquito, o el pequeño banco de madera, según decidiera el fígaro.
Nuestro corte de pelo era fácil, el estilo “nacional”, la máquina entraba por la frente, lentamente y terminaba en el cogote., aunque algunas veces, y solo a juicio de Frasquito, y cuando le venía en gana, nos obsequiaba con algo mas moderno, y nos dejaba un minúsculo flequillo, en la misma frente, justo donde nace el pelo.
Aunque me quedase dormitando, sabía cuando le tocaba el turno al siguiente, porque después del afeitado, Frasquito, siempre daba un ligero guanteo con ambas manos, por la cara del afeitado, era la antesala al “cuanto de te debo”.
El toque de Varón Dandy, daba la nota mas agradable a la espera.
- 2 -
¡¡ Angelicasssssss ¡¡¡ - se oyó una voz de mujer desde la calle - ¿está tu Maríooo?-.
¡¡ Es pa traer a mi pápa que lo afeite¡¡.
¡¡Ahí tié questar en la barbería ¡¡ contestó Angelicas, desde un balconcillo que había justo encima del aposento.
Pasaron unos minutos, y una mujer sesentona,- o más- ataviada con el uniforme reglamentario de aquella época, luto riguroso, de pies a cabeza, corrió la cortina de tela de arpillera, asomó un poco la cabeza y dijo :
“Dios guarde astés (ustedes)”, y aupó a su “pápa” con un :
“Tengasté cuidao con el escalón, no vaya a tropezar”.
(La mujer no pudo acompañarlo hasta sentarlo, porque no estaba bien visto entrar en lugares reservaos “pa hombres”).
Un abuelo con muchísimos años, y mas pliegues en sus carnes, que las botas de un cojo, hizo su aparición en el habitáculo, no musitó palabra ni gesto alguno, se sentó a mi lado, “otro que se me cuela pensé-, (y no me equivoqué).
Absolutamente aburrido, yo tenía las manos debajo de mis muslos, las palmas apoyadas en la anea brillante y pegajosa de la silla, alternaba los vaivenes con las piernas, sin descansar, y con la cabeza gacha, miré de reojo a mi vecino del banco, varias veces -que ya dormitaba-.
Frasquito me miraba de reojo, y apostillaba:
“Niño, ¿quieres dejar quietas las piernecicas de una vez”.
Me causó gran impresión, ver aquella cara con mil arrugas, en algunas partes, como por ejemplo en las comisuras de los labios, eran surcos, mas que arrugas.
¡¡Debe ser difícil afeitar una cara así,¿ eh, Frasco? ¡¡- pensé de pronto par mis adentros-, en dos minutos saldría de dudas-.
” Joseicoooo, vamos, que le toca”, -no me vino de sorpresa, ya barruntaba yo que me pasaba la vez-.
Desde que este longevo hombre se sentó en el sillón, -con dos cojines-, no dejé de observar los movimientos del afeitador que embadurnaba aquella cara de cartón, con una brocha, hecha de crines del jamelgo zopenco que tenía en el establo - según oí decir a alguien- y una espuma que sacó a fuerza de restregar la brocha sobre una masa blanca, parecida a un trozo de cirio, con envoltura de papel de plata.
Colocó el afilador de cuero, sobre su antebrazo izquierdo, abrió la navaja, servido de la maestría, y habilidad que caracteriza a un buen maestro de oficio, con la inclinación perfecta, una vez hacia arriba, la otra hacia abajo, cambiando el filo de la misma, a una velocidad, que no daba tiempo a ver el orden del afilado, dio por concluso el acto, al cabo de diez o doce vaivenes.
Una vez finalizada tan maña operación, volvíó a la cara de aquel matusalén, con la mano izquierda estiraba los pliegues hacia arriba, hacia abajo a la izquierda y a la derecha, a fin de conseguir un trozo de cara llano, que no le complicara el afeitado, y con precisión milimétrica, rasuraba centímetro a centímetro, aquella extraordinaria cara.
Pero al llegar a la zona de los mofletes, estirara por donde fuese, no había forma humana de conseguir piel sin arrugas.
¿Y ahora que. Listo?, -me dije para mí-.
Pero Frasquito, perro viejo en estas artes, no dudó ni un segundo.
Abrió un cajón del mueble, sacó una bola de madera, - mas bien parecía un trompo, sin punta-, como esas que tenían las mujeres para zurcir las medias y los calcetines. Mi atención se volvió, en un inusitado interés por ver como acontecía todo.
¡¡¡ Abrasté la boca Joseicooo¡¡¡, -dijo-
Ya de camino, también se despertó el anciano, al que no le interesaba lo mas mínimo, lo que hacía en su cara el barbero.
¡¡ Que tío mas listo este Frasquito¡¡- me dije-, ahora era todo mas fácil, con el huevo de madera en el carrillo, como si fuera un caramelo, hacía que las arrugas casi desaparecieran por completo.
La cabeza de Joseico , se movía de un lado para otro constantemente, según mandaba el maestro.
En uno de aquellos vaivenes, al echar la cabeza hacia atrás…….. Glugluglu , -se oyó-,
¡¡ El viejo se había tragado la bola ¡¡¡¡¡.
Ya me lo imaginaba saliendo de cuerpo presente de la barbería, ¡¡ maldita la hora en que yo vine hoy, precisamente hoy ¡¡
Pero mi asombro fue superior.
Frasquito reaccionó como si aquello hubiese estado en el guión, ni se inmutó, aquel vejete se estaba volviendo azul, con las manos en el gaznate, sin poder articular palabra, intentaba desesperadamente, librarse de aquel cuerpo extraño, que el maldito barbero le alojó en la boca. Sólo podía emitir, un sonido parecido al de las gárgaras con el agua de carabaña.
Impertérrito, el fígaro, soltó la navaja, en el repostero, se fue detrás del sillón, y como quien hace aquello todos los días de su vida, cogió por los sobacos al moribundo, lo incorporó de una sacudida y al alzarlo, la bola se coló hacia el estómago, como si de un caramelo se hubiera tratado.
¡Siempre recordaré el mal rato pasé, Dios¡
El color azulete del rostro del abuelo, fue desapareciendo, la respiración volvió a su ritmo, y aunque continuó mudo como siempre, miró de reojo al que casi acaba con su vida, con cara de : “casi me ahogo, cabrón”.
Frasquito, volvió a coger la navaja, se acercó de nuevo al anciano, a fin de acabar su faena y rompió el hielo, diciéndole al resucitado abuelo:
“ Por la bola de maera, no se preocupe usté, Joseico, mañana me la trae, si ya se la han tragao muchos”.
Yo no pude contener la risa.
Frasquito, ipso facto, me dió un guantazo, por reírme de las personas mayores- me dijo-
MORALEJA:
Nunca te rias de las desgracias de otros.
Un saludo del
CORONEL
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