CARTA DEL CORONEL A LOS QUEJICAS
No importa que día era, uno de tantos.
Dispuesto a comérmelo desde la mañana a la tarde.
Después de tres horas de aquí para allá, comencé a sentir un dolorcillo en ambos pies, a la altura del talón, donde se apoya el zapato.
Todos/as sabemos que cuando aprieta el zapato en esa zona, tornamos a unos andares un tanto raros, no sabemos como apoyar el pié en el suelo, para que la dichosa rozadura nos duela menos, pero ¡¡cá ¡¡, vano intento, sigue doliendo, y de que manera, madre de Dios.
Por si fuera poco este martirio, una pequeña protuberancia (juanete, callo, o como quiera que se llame), en el dedo anular, me dice , aquí estoy yo, y si estábamos pocos, parió la abuela, ahora si que tengo que parecer en mis andares al jorobao de Notre Dame.
Ya puestos, la uña del dedo meñique, tiene un piquito hacia arriba, que molesta a su vecino, por tanto ahora tiene queja doble, al pobre anular, y la desgracia que me ha caído encima en un rato es de órdago.
Ya estamos en las 2 de la tarde, hora española de comer.
Pienso lo que pienso y me dispongo a ir a los comedores Universitarios y comer algo, de tarde en cuando lo suelo hacer, (mas bien tarde que cuando), pero me gusta la gente joven, y los observo mucho.
En mi peregrino caminar, en busca de una asiento, paso por todas las obras de Graná, que son miles, y ya para rematar la faena, noto en el pié menos dolorido, un pequeñísimo cuerpo extraño, por su tamaño sería como la cabeza de una alfiler, pero con 1000, puntitas, y por lo molesto, la cama de un fakir debe ser una delicia comparado con este demonio de chinito.
Si antes parecía el jorobado de Notre Dame, ahora…. Pues una especie de Chiquito de la Calzada pero con cara de cabreao.
Por fin entro en el comedor, tomo mi bandeja con un menú que me daba casi igual, pues el dolor podía mas que el hambre, y me siento en una mesa frente a un joven “ventiañero” que me aventajaba un plato.
Me quité la chaqueta, y la apoyé en el respaldo de la silla, como la tenía también mi compañero de comida.
Lo primero que sentí fue un alivio absolutamente increíble, ¡¡ que felicidad ¡¡, -solo comparable a la de quitarse las botas de esquí, después de una día en la nieve-.
Nos saludamos el joven y yo, y al verme la cara de felicidad que puse, me pregunta ¿le pasa algo?, - no me hables de usted por favor-
Le expliqué todo lo que me ocurría del hilo al pavilo, (como se dice por aquí), y me contestó: “no es para tanto hombre, no te quejes tanto”, - ¡¡que noooooo ¡¡¡ mecachi en diez, este dolor es pa reventar, chiquillo-
Yo no paraba de resoplar, y él de reírse, y de decirme quejica.
Llegué a pensar que estos jóvenes no respetan nada, y mi dolor forma parte de ese nada, pero en fin yo no voy a cambiar ahora nada, cada cual que actúe como crea conveniente, la vida le irá diciendo lo que hay que hacer en cada momento, y como humanos que somos, solo aprendemos, a fuerza de caernos.
Cuando el joven se hubo tomado el postre, -yo andaba en el 2º-, me dijo: “bueno, aquí te vas a quedar, que tengo clase a las cuatro , quejica”, y se sonrió de nuevo, -la madre que lo parió, me dije-.
Cuando levanté la cabeza de mi plato, ví que se acercaba a mi, y me dijo casi al oído: “a mi me hubiese encantado tener ensangrentados los pies de andar”, juanetes, chinos en el zapato y lo que fuera menestar.
Se me echó un nudo que casi me ahogo.
El joven iba en silla de ruedas, y le faltaban sus dos piernas.
No he vuelto a entrar mas a los comedores Universitarios desde entonces.
En el camino de vuelta a casa, no noté ningún dolor, aunque las heridas eran considerables.
Jamás olvidaré aquella lección.
La moraleja de mi carta la dejo a tu albedrío.
Un abrazo de tu amigo:
EL CORONEL
viernes, marzo 02, 2007
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